Jose Luis Algar: Relato
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JOSE LUIS ALGAR
- Fundado en 1989. Hacedor de canciones y a veces relatos y diseños.
Relato
Llovía en París.
El agua resbalaba por las
paredes grises de la gare d’Austerlitz. Tan
grises como el cielo y con el mismo aspecto pétreo. Las gotas de agua golpeaban
el ala del viejo sombrero de fieltro de Gaspar, que alzó la vista y miró la
esfera del reloj de mil ochocientos sesenta y siete situado encima de la estación.
Con un movimiento casi imperceptible, la aguja negra cayó sobre el número doce.
Era mediodía, pero el sol, escondido entre las
nubes, no se dignaba a recibirle. Oyó el silbido reverberado de un tren que se
marchaba por la gran nave de la estación. Solo, plantado delante de la gare se sentía un como un extranjero en
su propia tierra, tan gris y anacrónico como el vetusto reloj. Apretó con
fuerza el cordel que tenía anudado a modo de asa a una maltrecha caja de cartón
que empezaba a estucarse de redondeles oscuros; los cadáveres de las gotas de
agua que venían a morir contra ella. En aquella caja llevaba todos sus
escritos. Acumulados en pequeñas libretas con la espiral desenroscada como una
serpiente amenazante, en inservibles documentos con el sello del ejercito
francés, incluso en un libro de cuentas que encontró en las ruinas de un
edificio alemán.
Sus compañeros de batallón
se podían reír de él, pero su poder —repetía Gaspar y otra vez para
justificarse —, estaba en la pluma y no en el fusil. Y sus compañeros
estallaban en carcajadas y le llamaban marica mientras él se encajaba el casco,
bajaba la mirada sobre su cuaderno y seguía escribiendo, como si cada mofa
fuese una idea que había que apuntar para no olvidar. También era muy típico de
Gaspar aludir a Truman Capote, pues como él, presumía de retener el noventa por
ciento de las conversaciones. Podía recordar discusiones enteras y luego
transcribirla con todo lujo de detalles, respetando la espontaneidad de lo
oral.
En su uniforme de soldado francés
no podía faltar una pequeña libreta de bolsillo con un bolígrafo atado con un
cordel a la espiral, así, mientras el pelotón se resguardaba en las trincheras y
el fuego bramaba al otro lado de la línea de defensa, Gaspar escribía bajo un
incesante ruido de ametralladoras y explosiones que hacían que la tierra
estallase y cayese en grandes copos sobre su libreta. —Escribo con sangre y
sudor—, decía Gaspar aludiendo a lo real de sus narraciones. Antes de que un
avión enemigo tocase el suelo, su rápida muñeca anotaba la rabia de su caída
contra el suelo, como una colosal ave, el morro aplastándose con fuerza, el
estallido del tanque de combustible y la consiguiente bola de fuego que se
elevaba al cielo.
Sufría una suerte tremenda y digo sufría porque Gaspar odiaba no poder
escribir sobre el sufrimiento en primera persona. Salía ileso de en cuantos
embrollos se metía. Y aunque un convoy estallase por culpa de una mina enemiga,
Gaspar salía despedido del vehículo y se posaba, casi con gracia, sobre la
hierba, mientras sus compañeros se fracturaban los huesos y pedían a gritos un
médico.
El día que una bala perdida traspasó el
parapeto y luego su mano izquierda, gritó más de alegría de que dolor. Luego,
mientras una bella enfermera le curaba la herida de la mano, él escribía con la
otra —ahora que la cosa está reciente,
antes de que se me olvide la intensidad de este dolor—. Y mientras escribía la
palabra “dolor” en su cuadernillo de rallas una gota de sangre desertora cayó
encima de las cinco letras envolviéndolas, casi dándoles la razón.
Gaspar siempre decía que la
historia la escribían los ganadores y él, que era un perdedor desde que la
comadrona le palmeó las nalgas y le dijo a sus padres —es un niño—, se negaba
en redondo a que su historia fuese escrita por aquel que lo aplastase. Así que
tituló a la obra su vida “memorias de un perdedor”. Las memorias le pesaban en
la cabeza, en el corazón y un poco mas abajo. Se cambió la caja a la mano izquierda
y se miró la otra; tenía las falanges blancas, con la marca de la cuerda como
un surco y las puntas rojas. Abrió y cerró la mano para recuperar el riego y
echó a andar. Con sus botas militares iba rompiendo su imagen reflejada en los
charcos. París en paz, como si nunca hubiese habido una bala atravesando aquel
aire y el agua serpeando por el borde de la calle, por donde antes corría
sangre, como si nunca se hubiese roto una vida contra aquellas aceras. Recorrió
las calles mecánicamente. Gaspar, tan fuera de sitio con aquel uniforme de un
color que solo puede describirse como verde militar. Se sabía el camino de
memoria, como si no llevara cinco años fuera de su casa. Dónde antes había una
pastelería de grandes ventanales y fachada de madera ahora había una moderna
tienda de modas, como si la guerra hubiese cambiado el denso olor de los
pasteles por la inocua tela.
El edificio dónde se
encontraba su pequeño piso de recién casado seguía en el mismo lugar. Una mano
de pintura lo había dejado mas decente, aún así, la misma grieta de siempre,
fina como un cabello, nacía a un lado de la puerta de la entrada y moría a la
altura del primer piso, porque hay cosas que siempre están en el mismo lugar y
nunca cambian. Empujó la puerta de entrada que previsiblemente se abrió pues
nunca había cerrado bien. Gaspar se acercó a los buzones, alineados y bruñidos
como una dentadura de oro. Su buzón estaba donde siempre; el segundo de la
segunda columna. No había ningún nombre escrito, solo el fantasma de lo que
antes había sido una etiqueta con su nombre y el de su mujer, su Musa. Metió el
dedo pequeño en la ranura del buzón, con la uña de la mano movió el pasador y
abrió la portezuela. Una carta solitaria descansaba en el pequeño receptáculo. Gaspar
la cogió. Era un simple extracto de banco. Leyó el destinatario de la carta y
entonces lo entendió todo.
Cuando recuperó la conciencia se dio cuenta de
que seguía de pie delante de los buzones. La carta se le había caído de los
dedos y descansaba a sus pies. Se dirigió a las escaleras sin cerrar el buzón
ni coger la carta. Para tranquilizarse, fue contando los escalones. Cuando
llegó a los treinta se encontró ante la puerta de su casa y seguía igual de perdido.
Tenía frío. Gaspar nunca había sido capaz de pensar con tranquilidad con los
pies mojados, como si la sangre se le fuese a los pies y dejase el cerebro seco
y estúpido, a punto para tomar decisiones absurdas. Sacó la llave de la puerta
del bolsillo y la metió en la cerradura. Entonces, escuchó un sonido crepitante
que venía del interior del piso y solo podía ser la aguja del tocadiscos
leyendo los surcos de un vinilo. Escuchó las primeras palabras de la canción
paralizado.
—Le ciel bleu sur nous peut s'effondrer,
et la terre peut bien s'écrouler,
peu m'importe si tu m'aimes,
je me fous du monde entier—.
et la terre peut bien s'écrouler,
peu m'importe si tu m'aimes,
je me fous du monde entier—.
Gaspar recordó el día que su
destacamento pasó la noche en aquel pueblo cerca de Angoulême. Un matrimonio
joven le acogió en el austero cuarto de invitados. Tomó una cena espartana y se
marchó a dormir. Tumbado en la cama, en la oscuridad de la noche, los violines
de l’hymne a l’amour rompieron el
silencio en dos. Se levantó y bajó las escaleras poco a poco. La música venía
del pequeño comedor. Gaspar entreabrió la puerta lo justo para poder mirar sin
ser visto. A la luz de las velas, la pareja bailaba abrazada al son de la
canción. Ella, con un hilo de voz, le cantaba al oído. —El cielo azul se puede
hundir, la tierra se puede desquebrajar, nada me importa si tú me amas, yo me
río del mundo entero—. Aquel había sido el mantra de Gaspar contra la locura
durante la guerra; nada le importaba porque tenía a su Musa por bandera, como
un escudo contra todo.
Giró la llave en la
cerradura, abrió la puerta de su casa y la música se hizo más evidente. Desde
la entrada se veía el comedor. La sombra de su Musa atravesó la estancia sin
reparar en Gaspar y se fue hacia la cocina. Gaspar cerró la puerta poco a poco
y atravesó el pasillo en penumbra. Sus botas dejaban huellas de agua. La voz de
la môme reverberaba por las paredes
del pequeño piso. Atravesó el pequeño comedor que había cambiado después de
tanto tiempo. Los viejos sillones habían sido substituidos por un largo sofá
con chaise-longue y la mesa camilla
por una mesa de centro de cristal. En la ventana que daba al balcón, las gotas
de agua jugaban al gato y al ratón y un París gris se extendía hasta el
horizonte. Solo la torre Eiffel sobresalía cómo un signo de exclamación en la
lejanía. Gaspar miró hacia la cocina y allí estaba su Musa. De espaldas a él y
de cara a la ventana que daba al patio de luces, preparando la comida y
cantando en voz baja a dúo con el tocadiscos. Estaba tan hermosa como siempre.
El cabello rubio le caía como una cascada dorada, su cuerpo tenía caminos de
guitarra y lustre de manzana. Gaspar se conocía aquel cuerpo de memoria. Sabía
que la distancia entre sus dos pezones era de trece dedos puestos uno al lado
del otro verticalmente, cada uno de sus pezones en erección tenía la misma
longitud que la distancia entre la cutícula de la uña de su dedo corazón y la
punta. Cuantas veces había dibujado formas geométricas con los dedos sobre la
constelación de pecas de su espalda o había calculado la proporción del
triangulo de su pubis.
Gaspar derramó una lágrima
mientras sacaba su pistola d'Ordonnance del bolsillo. La Musa ni
siquiera fue consciente de su propia muerte cuando la bala de 8mm le atravesó
el cráneo. Una rosa de sangre brotó en la ventana. La Musa perdió la fuerza en
las piernas, dobló las rodillas y cayó al suelo boca arriba. La bala le salió
por la frente, dónde tenía un pequeño agujero negro. Gaspar quedó inmóvil
viendo como la sangre abandonaba el cuerpo de su Musa. Se acercó al aparador
del comedor y cogió una foto. En ella, su Musa y un desconocido posaban en
alguna calle de la ciudad. El desconocido debía ser Jean-Pierre, el
destinatario de la carta del buzón. Su Musa le había olvidado y substituido
mientras Gaspar se jugaba la vida en las trincheras. La canción acabó y con
ella el sentimiento de que nada importa si hay amor, porque el suyo yacía muerto
sobre el linóleo de la cocina. La cicatriz del antiguo agujero de bala le latió
en la mano cuando miró los ojos vidriosos de su Musa.
Cogió
una silla y se sentó de cara a la puerta de entrada. Se tocó las piernas
cansadas y se pasó una mano por la cara. Jugueteó con el gatillo del arma entre
los dedos mientras pensaba a que hora llegaría Jean-Pierre a casa y si este
tendría tiempo de reaccionar cuando le viese el arma. Para hacer tiempo, Gaspar
movió la aguja hacia otro surco del disco. Je
ne regrette rien comenzó a sonar. No me arrepiento de nada. Abrió su caja
cartón y sacó un pequeño bloc. Aún quedaba la mitad por rellenar. Tomó el
pequeño bolígrafo anudado a la espiral y comenzó a escribir: “Llovía en París.
El agua resbalaba…”
Entonces, alguien abrió la puerta de casa.
Nota
del autor:
Este relato lo escribí hace un par de años en un par de ratos libres en el
trabajo. Como lo hice a espaldas de mi jefe no pude documentarme y lo más
seguro es que esté lleno de anacronismos. Me niego a revisarlo por no cargarme
el pequeño clima que le di en su día. Además creo que los posibles errores en
vestuario, fechas… no interfieren con el sentido del relato.
2 comentarios
El relato mola un montón! parece una película!
ResponderEliminarA mi me ha gustado mucho :)
ResponderEliminarUn comentario siempre es bien recibido :)