Relato Alma

5:06:00

Una pequeña historia de amor un tanto peculiar. Formaba parte de una antología solidaria. Espero que lo disfrutéis, tanto como yo al escribirlo.

(Todos los derechos reservados Marta F. Alarcón)

 


 

Suspiro…
Son las doce del mediodía, tengo la vista fija en la puerta de la consulta y estoy aburrida de esperar. Cada semana lo mismo. Muevo la pierna, nerviosa.
    La puerta de entrada se abre y aparece un chico. Saluda efusivamente y, aunque solo una mujer le contesta, parece no importarle. Está sonriendo y se apoya cómodamente en el mostrador de la secretaria. Ésta le sonríe y busca algo en su ordenador, asiente y le señala la sala de espera. Camina despreocupado y, literalmente, se lanza al asiento que está libre, justo a mi lado.
   Sin saber porqué, me siento incómoda. Me coloco correctamente en el asiento y entrelazo mis manos, nerviosa. Miro hacia otro lado, pero tengo la certeza de que me está observando. Viro con ligereza la cabeza e intento observarle de soslayo. Me percato de que sus ojos oscuros, que en ese momento parecen ocupados en otra cosa, están decorados por unas abundantes y preciosas pestañas. Se muerde el labio y de repente se jacta de que le estoy escudriñando. Rápidamente escondo mi cara. Dejo caer mi pelo lacio y negro hacia delante y hago ver que estoy muy interesada en las revistas que justamente tengo al lado, sobre una mesita. Vuelvo a mirar de reojo y observo como el chico juega con una moneda. La lanza hacia arriba y la atrapa, y así repetidamente.
—¿Quieres probarlo?
Me ha hablado. No sé dónde meterme, no estoy acostumbrada a entablar conversación con nadie.
—No —contesto secamente.
    El joven alza los hombros y sigue lanzando la moneda, despreocupado.
    La puerta de cristal se abre y un hombre de unos cuarenta y pocos años le estrecha la mano a mi médico. Este le da una leve palmada en el hombro y, con una media sonrisa, le dice adiós. Levanta la cabeza y dirige una mirada a una señora que está sentada al otro lado de la sala, entra en la consulta y la puerta de cristal vuelve a cerrarse.
—Me llamo Biel.
Aprieto los labios nerviosa. ¿Me está volviendo hablar? ¿Por qué a mí?
—Yo me llamo Alma.
    La voz suena entrecortada y me ruborizo. ¿Puedo hacer más el ridículo? Carraspeo para que se note que no es mi voz usual.
—Vaya, que nombre más bonito.
Observo que extiende la mano, tiene la intención de que la estreche. Tardo unos segundos en reaccionar, pero, sin mirarle a la cara, le ofrezco mi mano y él la atrapa con la suya y le da un par de sacudidas.
—¿No tienes calor con esos guantes?
Esta vez no puedo evitar mirarle directamente a la cara con el ceño fruncido. ¿Es que no sabe estar callado?
—No, no tengo calor.
    Bien, la voz no me ha fallado y he podido por unos remotos segundos echar un rápido vistazo al muchacho. Tiene el pelo un poco alborotado, de color castaño con reflejos rubios; la nariz recta y los labios gruesos. Desde que le he visto entrar no ha cesado de sonreír, y sigue haciéndolo mientras yo le fulmino con la mirada.
—Vamos.
Abro los ojos asombrada por la poca vergüenza que tiene el chico. Me ha cogido de la mano y se ha puesto de pie tirando de mí.
—¿Estás loco?
    De repente empieza a reír. Parece que mi oportuno comentario le ha hecho gracia, y lo entiendo, dado que estamos en la consulta de un psiquiatra.
Tira de nuevo de mí y me quedo de pie justo enfrente de él, pero antes de ni tan siquiera poder ruborizarme, me alejo unos centímetros. Los centímetros de seguridad, como me gusta a mi llamarlo.
—No voy a ir contigo a ningún lugar.
—¿Por qué no? —pregunta con la frente arrugada.
—Pues... porque no te conozco…—comento enarcando una ceja dando a entender que mi respuesta es más que suficiente.
—Bah. Te prometo que si vengo aquí no es porque sea uno de esos jóvenes locos y desquiciados. No hago daño a nadie.
—Yo sí —contesto. A él parece divertirle mi respuesta, pero lo que no sabe es que no estoy mintiendo.
    Miro a un lado y a otro. La secretaria está limándose las uñas, no levantaría la vista ni aunque me pusiera a dar pataletas; y por alguna razón que desconozco, me dejo empujar. Biel sigue agarrándome de la mano y cuando abre la puerta que da a la calle, recibo gratamente el aire frío de octubre. Nos dirigimos, o más bien, me dirige hacia una moto que está aparcada al lado de una cafetería. La miro ensimismada, es una de esas motos por las que cualquier chica moriría por ir montada con uno de los chicos que están de moda hoy en día.
—Póntelo —ordena Biel
—¿Y tú? —contesto
—No lo necesito.
    Cuando quiero darme cuenta, estoy a más de un kilómetro de la consulta, agarrada a la cintura de un desconocido y sin tener ni la más remota idea de adónde vamos. Pero en vez de tener miedo, disfruto. El casco no es que sea una maravilla, y cubre lo justo y necesario, por lo que puedo sentir el aire golpeándome y, aunque parezca mentira, me siento libre. Y me gusta.


—¿Un parque de atracciones? —Biel sonríe como un niño pequeño.
    No puedo creer que me haya traído aquí. Vuelve a cogerme de la mano y me arrastra hacia el interior. Parece que a este chico le gusta que lo sigan.
—¿Te atreves?
Miro hacia arriba y tengo que dar unos pasos atrás para alcanzar a ver por completo la montaña rusa. Trago saliva. Madre mía, es más alta de lo que esperaba. Pero no se lo digo.
—Claro que sí —contesto.
Lo que él no sabe es que jamás he montando en una. El corazón me va a mil por hora. Estamos sentados, nuestras piernas se rozan la una contra la otra y tengo la boca seca.
—¿Estás bien? —pregunta Biel.
—Sí —contesto, e intentando que no se dé cuenta de que estoy atemorizada, sonrío.
Y empieza.
    Estaba segura de que la atracción empezaría poco a poco, pero acaba de arrancar y vamos a no se cuántos kilómetros por hora. Siento una emoción desconocida invadir mi cuerpo, una energía desbordante.
    Bajamos, y noto una horrible flojera en las piernas. Biel me sostiene y, después de cerciorarse de que estoy viva, se aleja sin decirme nada. Mientras se pierde entre el gentío, se gira y me hace un gesto con la mano para que me quede en el sitio. Aprovecho ese momento de soledad para acicalarme y entonces me siento estúpida. ¿Qué necesidad tengo de hacerlo?
   Biel aparece con una foto en la mano y está destornillándose de la risa. Me la muestra y lo comprendo. En ella salgo yo agarrada a la barra de seguridad como si no hubiera mañana, con los ojos cerrados y la mandíbula apretada. A mi lado, Biel aparece con los brazos levantados, los ojos abiertos como platos y una sonrisa de lado a lado.
—No vale decir nada… —comento avergonzada.
Y ante la estupefacta mirada de Biel, salgo corriendo. No sé por qué corro, pero me apetece. Escucho como Biel me llama, pero no me detengo hasta que llego a su moto.
—¿Y ahora? —pregunto con una sonrisa maravillosa.
Tengo ganas de más. No es normal en mí sentir la adrenalina que me recorre en ese momento, pero pienso disfrutarla. Ya vendrán después los remordimientos
Biel sonríe. Parece que mi lapsus de espontaneidad le ha gustado. No contesta y me obliga a ponerme el casco de nuevo. ¿Dónde va a llevarme?


Nos bajamos de la moto. Estamos en la playa, son las dos del mediodía y está desierta. A lo lejos observo a una persona paseando a su perro, pero no hay nadie más.
Biel empieza a caminar por la arena con las bambas en la mano, y le imito. Cuando llegamos a ras de la orilla del mar, Biel vuelve a mirarme con una sonrisa traviesa en el rostro.
—Vamos a darnos un chapuzón.
Arqueo las cejas y él entiende al momento que no le creo.
—Vamos… ¡cobarde!
Biel empieza a desvestirse y se queda en calzoncillos. Me siento cohibida al contemplarlo, pero entonces empieza a correr y se lanza de pleno a las frías aguas del mar.
—¡Estás loco! —grito para que me escuche entre el oleaje.
    Biel grita eufórico y vuelve a zambullirse en el agua. Me muerdo el labio, indecisa. Así que antes de arrepentirme, me quedo en ropa interior y camino vacilante hacia el mar. Hace un frío horrible y tengo la piel de gallina. Biel me observa y sonríe, como siempre.
—Voy a meterme en el agua, pero con una condición. Y no estoy de broma —advierto.
Biel frunce el ceño y me escucha atento.
—No puedes tocarme. Y con ello me refiero a que no puedes rozar ni mi piel ni mis manos, ¿de acuerdo?
    Parece no entenderlo, pero se encoge de hombros y asiente.
    Mis pies rozan el agua y los encojo, está congelada. Biel me grita que debo meterme deprisa, que así no se nota. Cuento hasta tres y lo hago. Nado aprisa para que mi cuerpo se caliente y, cuando llego a la altura de él, sigo estando helada.
—Vamos, vamos, sigue nadando. No pares.
Los dos nadamos adentrándonos un poco más mar adentro. Y empiezo a sentir que mi cuerpo está congelado como un cubito de hielo.
—¿Puede hacerte una pregunta? —comenta Biel. Pero por el tono en la que la ha formulado, estoy casi segura de lo que va a preguntar.
—No.
Y antes de que pueda recriminarme nada más, desaparezco bajo el agua.


—Te voy a matar, qué frío —comento.
He hecho un gran esfuerzo para que los dientes no me castañeteen. Biel está riéndose, pero sé que también tiene frío.
    Estamos sentados en la arena. Yo me he puesto mi ropa y los guantes, pero aun así, el pelo está empapado Nos quedamos en silencio y aprieto los labios intranquila. Tengo que decirlo.
—Gracias —comento. No me he atrevido a mirarlo a la cara. De nuevo mi personalidad cohibida y distante asoma la cabeza.
—Gracias a ti. Me lo he pasado muy, muy bien —exclama exultante.
Y me sorprende tanto ímpetu en sus palabras.
Vuelve el silencio y sé que quiere preguntármelo.
—¿Por qué no puedo tocarte? —Esta vez no sonríe, ni tampoco me mira. Tiene la vista fija en el horizonte, el pelo lo tiene peinado hacia atrás pero un mechón se ha separado y le gotea cerca del rostro. Esta guapísimo.
—Si te lo cuento, te irás ahora mismo de aquí. Y aunque sea por unos minutos más… no quiero irme.
—Te prometo que no lo haré.
¿Se lo cuento? ¿Por qué no? Seguramente, después de esta extraña cita, no vuelva a verlo nunca más.
—Antes no te he mentido cuando te he dicho que hago daño a la gente. —Biel desvía la mirada y la clava en mí. Trago saliva y continúo—. Pero no es daño físico, sino más bien emocional. Cuando alguien me roza, ya sea por una caricia o un descuido, les hago sufrir. Sienten un dolor peor que el que se siente cuando se pierde un ser querido. Es algo que les rompe por dentro y los sume en una intensa y profunda tristeza… Por eso estaba en el psiquiatra. He visitado tantos… que ya ni me acuerdo. Mis padres no saben qué hacer conmigo. Cuando cumpla los dieciocho el año que viene, pienso marcharme bien lejos. —Rodeo mi cuerpo con mis propios brazos. Ya lo he dicho. No me atrevo a mirar a Biel.
    No dice nada por lo que estoy segura de que querrá marcharse.
Observo cómo se pone de pie. ¿Le habré asustado? Se coloca enfrente de mí y levanto la vista. ¿Está sonriendo? Lo miro con recelo. ¿Es que está loco? Me ofrece su mano y dubitativa la acepto. Pero, ante mi asombro, me levanta con fuerza y choco contra su pecho. Doy un pequeño respingo y de mi boca surge una pequeña exclamación. Me separo unos centímetros, pero él coloca su mano en mi espalda y me empuja de nuevo hacia él. Se acerca, sus labios chocan con los míos. Me está besando. Separa mis labios con su lengua, siento un singular calor que resurge desde mi más profundo ser y, aunque intento apartarme con temor a dañarle, él no me deja. Y lo que más me sorprende es que no está sufriendo. ¿Qué demonios está pasando?
    Nos separamos, abro los ojos asustada y le echo un rápido vistazo, pero Biel sonríe; como ha hecho durante todo el día. En su mirada hay un brillo diferente, parece que arden de emoción y no lo entiendo. Ante mi atónita mirada, él me aparta un mechón del pelo y sin soltarme la mano comienza hablar:
—Yo también estaba en el psiquiatra por un problema, y sé que te va a sonar a broma lo que te voy a decir, pero debes creerme. —Cierra los ojos unos segundos y de nuevo los abre —. Yo… soy todo lo contrario a ti. No siento dolor, nunca lo he sentido, ni cuando mi abuela murió. Soy incapaz de sentir ese tipo de dolor, nada me hace daño y puedo asegurarte que me gustaría que fuera diferente. Lo único que soy capaz de sentir es un horrible desasosiego, pero nada más. Un nudo en el estómago que acaba desapareciendo… por eso… cuando me has contado lo tuyo… no he podido creérmelo.
Parece contento, pero yo no acabo de asimilarlo. ¿Que no puede sentir? ¿Es eso posible? ¿Por qué no va a serlo si yo misma no soy normal? Esta vez soy yo quien estrecha con más fuerza sus manos.
—Cuando te vi en la consulta supe que eras diferente y me gustaste y durante todo este día he sabido que algo había entre los dos que nos conectaba… y ahora lo entiendo.
Abro la boca sin saber qué decir.
—Siempre he pensado que las almas gemelas existen, y estoy seguro de que mi alma gemela está delante de mí… Además, solo me hace falta saber cómo te llamas —comenta risueño.
Pero sigo sin poder hablar. ¿De verdad existe alguien a quién puedo tocar? No doy crédito a ello y, de nuevo, hago la segunda espontaneidad del día. Lo beso intensamente.


Estamos delante de mi casa y extrañamente me siento triste. Biel sigue cogiendo mi mano con dulzura y me acaricia con mucha ternura. Aprecio cada uno de sus roces, es la primera vez que puedo hacerlo.
—Supongo… supongo que esto acaba ahora —comento apesadumbrada. Tengo la cabeza agachada. No quiero que me vea triste, pero Biel parece confuso.
—Te equivocas, Alma. Esto no ha hecho más que empezar —comenta. Levanto la vista y lo observo cautelosamente, pero no miente, lo noto en su mirada.

-FIN- 

Espero que os haya gustado. Y si es así, que dejéis un comentarios :) Siempre se agradece.
Hasta pronto, nos leemos ^^

Marta F. Alarcón

 

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1 comentarios

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